Soy un mirón

Muchas mañanas lo veo, me siento como un mirón entonces, o como un voyeur, como se dice ahora, pero no puedo evitarlo. Puede que sea una curiosidad malsana la que me mueve a mirarlo, puede que un extraño sentimiento de piedad  para hacerme sentir mejor persona al comenzar el día, puede que un reconocimiento por el espíritu de conservación, y por tanto de dignidad, que aquel hombre aún mantiene. No lo se. Es un hombre joven, puede que está alrededor de los cuarenta, aunque su barba cuidada y sus ojeras pueden confundir. Es rubio y puede que sea extranjero. A veces asisto al momento en el que se peina delante de la pared de aluminio pulido. Él no mira al exterior, sabe que es la hora de salir pero no parece tener prisa, un paquete de tabaco,  un mechero y un periódico reposan a su lado. El caso es que casi todas las mañanas lo veo con sus pertenencias ya recogidas, sentado con las piernas cruzadas,  en ese momento de reflexión que todos tenemos al sentarnos de la cama, si es que nos da tiempo a ello, en el que intentamos zafarnos del sueño dejado atrás para reentrar en la actividad diaria. Él mantiene la mirada perdida entre el suelo y la puerta, y yo siempre me pregunto en qué piensa este hombre al despertar, quién le conoce en esta ciudad o en ese país lejano del Éste de Europa de donde probablemente proviene, quién le quiere, quién le quiso y le perdió de vista para siempre, o quién le sigue echando de menos, de quién se acuerda él, a quién mantendrá por siempre en su corazón, pero también: a dónde se dirige cuando sale de aquí, dónde pasa el día. Viste bien en el sentido de que no llama la atención por su aspecto neutro y pulcro, lleva una chaqueta oscura y enciende el primer cigarrillo del día, supongo, porque quizás su sueño haya sido intermitente y se haya incorporado para fumar arrebujado en su manta una o varias veces en la noche.

Al sobrepasar el cajero automático del Banco Bilbao Vizcaya de la esquina donde este hombre pasa sus noches no puedo quitármelo de la cabeza al menos hasta que llego a la boca del metro, hasta ahí llega mi piedad, mi curiosidad, mi reconocimiento. Y pienso si yo seguiría afeitándome cada día cuando no tuviera nada que hacer más que mirar la vida, cuando no tuviera casa donde guarecerme del frío, del calor, cuando no tuviera cama limpia donde descansar y amar, cuando no tuviera espejo que me devolviera mi increíble presente.

Entro en el vagón y abro “The Lay o f the Land” de Richard Ford,  de vez en cuando levanto la cabeza, mil personas piensan y parecen descansar sus miradas en la oscuridad del túnel tras las ventanillas, o en el suelo, y los más atrevidos a otros viajeros.  Unos dormitan, otros leen, a algunos, casi siempre mujeres, se les nota la felicidad de la noche reciente, suelen tener la cabeza levantada y apoyada en su mano con una sonrisa apenas esbozada, reviven escenas. Otros, cabizbajos también  reviven la escena que quisieran no haber vivido y desean que sean la cinco para intentar remediar sus actos, quien sabe si arrepentidos. Otros no, a otros, reyes de la creación, están tan seguros de si mismos que no consideran que haya nadie más en aquel vagón tan importantes como ellos, y miran con descaro a los demás con las piernas estiradas, a veces moviendo la cabeza al ritmo de la música que les dejara sordos de sus MP3.

Cuando emerjo a la calle de nuevo, aquel hombre del cajero, aquellos viajeros, han dejado de existir, y yo me enfrento de nuevo a la rutina, contento de poder reconocer el mundo y de nuevo esa mirada que no se nos escapa y no nos deja escapar, si bien tocado de la persistente amargura existente en las partes de la realidad que no se deben esconder y que cada día encontramos en ese mundo.

Una nave va

Un día las potentes antenas del mundo descubrieron un objeto que pasaba a unos 230.000 km/h y a unos 5.000 Km de altura. No era un asteroide, no se trataba de ningún cohete u objeto proveniente de la Tierra.  Justo en el momento de llegar a la vertical ecuatorial de nuestro planeta emitió una señal de radio todavía indescifrada que volvió a repetir justo un minuto después. Era un objeto que no era ni metálico ni plástico, no se correpondía con ningún material conocido en la Tierra. Por fin había constancia de la existencia de vida extraterreste, ¿qué podía ser si no? La nave pasó, tan deprisa lo hizo que enseguida se perdió contacto co ella. De esto hace cuatro años, recuerdo los titulares de los períodicos, y como hoy nadie lo parece recordar. ¿Podemos esperar aún su vuelta? ¿Podemos tener la seguridad de que aquello verdaderament ocurrió? ¿O empezamos a rezar en los nuevos santuarios que dispersos por la Tierra algunos trastocados comenzaron a erigir a la «Nave rauda» que vino del más allá y al más allá se fue?  Creo que ya no, necesitamos seguir viviendo, leyendo libros que en una escena incluyen el universo, yendo el domingo de nuevo al futbol, esperando el resultado de las elecciones estadounidenses el primer martes de noviembre, haciendo cuentas para saber cuanto dinero nos quedará después de pagar la cuotua mensual de la hipoteca creciente.

Una nave sigue cruzando la incomensurable oscuridad y yo he prendido en ella mi esperanza, pues en su incierto y eterno viaje solitario que la alejá imposible en la distancia está lo que fue, lo que pudo ser y lo que probablemente será, por mucho que nos empeñemos en olvidar.

«Love me tender»

Love me tender,
Love me sweet,
Never let me go…

 

A veces una canción se le aparece a uno en la cabeza no sabe muy bien por qué. Es como la repetición, ésta mágica- de la morcilla que se comió la noche anterior-. De repente una melodía, una letra, se le acoplan a su estado de ánimo como un guante, aunque es verdad que algunas veces, impulsados por la euforia y el bienestar amatorio uno podría protagonizar un musical y subirse a una mesa para entonar una canción a la persona amada, lo más corriente es que las canciones se te aparezcan porque sí y que entonces que se te acople a una parte, casi siempre ínfima y segmentada, cuando no imaginada o equivocada de tu vida. Pero, ¿qué  importa eso?, durante un rato uno se deja llevar e incluso tararea con acento grave y dulce “Love me tender” y le gusta pensar que se la canta a alguien. Vemos que, excepto cuando es una canción de excursión como “Si quieres ser conductor de primera, acelera, acelera” o bien muy punkie, “Es que me pica un huevo, no se que voy a hacer, no se que voy a hacer”, lo normal es que el tema de la canción sea de amor ¿de qué podría ser si no? Pues ahora, según venía por el pasillo se me ha venido la canción de Elvis, la letra, como vemos es de lo más superficial y manida, pero ¿no es manido? decir “hola”, o “te quiero”, ¿dejamos por eso de decirlas o de querer decirlas?

Y así vamos, de canción en canción, caminando por la vida ayudándonos de alguna muleta dulce que nos sirva de sintonía en este día como cualquier otro día.

Voy a mirar por la ventana con la mirada perdida, and please, love me tender, love me sweet, never let me go.

Una mañana de invierno de frío ausente

Era una mañana de invierno de frío ausente, soleada y brillante, la gente en la calle parecía estrenarla, tal era el lujo de los limpios perfiles que provocaba en edificios, en árboles, en coches y también en las figuras humanas. En aquella mañana casual ella salió de casa dispuesta a ser digna de todo lo que le rodeaba, no quería ser emperatriz absoluta del universo, -no era eso- , ni tampoco displicente demostrar que sus sentimientos nadie antes en toda la historia humana los había sentido, solo se proponía atacar humilde el mundo, comenzar con una sonrisa leve y limpia, dispuesta, eso sí, a llegar a la carcajada, pero sobre todo a sentir sobre ella la admiración y las caricias entregadas de los que quería conquistar a golpe de su simple presencia, de su entrega, de su exhibición de palabras que salieran solas de su alma que hoy, no sé  porque, sabía que fluirían fácilmente sin necesidad de adornos superfluos, con la más amplia gama de tonos, de acentos, subiendo y bajando el volumen de sus frases a conciencia. Esa sonrisa, aquellas palabras, se entrenaron con Paco, el dueño del bar donde se tomaba su primer café de la mañana siempre comentaban las noticias del día anterior, que si el agua, que si Zapatero, que si el Tibet, que si Obama, que si el Atleti, que si el Madrid, que si el alcalde, que si el chino de la tienda de al lado, que si el quiosquero. Tan amplia gama de temas que cada mañana le costaba irse a trabajar, unos días porque la conversación del camarero inteligente era tan interesante que hubiera seguido de cháchara horas, y otros porque no tenía muchas ganas de hablar pero le era difícil despedirse sin desairar a Paco.

 

Salio del bar y enfiló hacia el banco  con ganas de quitarse el abrigo y pegar la hebra con cualquiera, quería contar, no sabía bien el qué, pero poseía las claves del mundo resumidas en su cabeza, en su corazón vivo, y entró, y lo vio después de tanto tiempo. Clavada, extraña, preguntándose que le pasaba, era otra de repente. Y así el día se deslizo entre un quiero y no puedo, llegó la noche, y el día de nuevo, y allí estaba Paco también, poniéndole su café con leche ardiendo mientras le  hablaba de la crisis, de los ahorros que el gobierno aseguraba, del Paul Newman con lo buen actor que era. Ella le contestaba con monosílabos, aunque menos mal que el portero del edificio de al lado que se tomaba un sol y sombra a su lado con medio Farias en la mano izquierda, estuvo al quite para cagase en el gobierno, en Bush, en los banqueros, esos ladrones, y en la Esperanza Aguirre que aunque la había votado se gastaba millones en inaugurar un Teatro pero se olvidaba de los hospitales y los colegios. Pensaba en llegar de nuevo al banco, en volver a verlo. Su vida basculaba de la despreocupada rutina a la absorbente llamada del deseo, de la atracción por otra persona,  Bush y Paul Newman tenían poco que hacer entonces, incluso el café sabía menos a café y pasaba a ser un líquido más.

 

Al llegar él parecía esperarla, ella aguardo el encuentro que se avecinaba como un choque inevitable, se abandonó, y él le preguntó con una voz meliflua con apariencia de interesante:

-¿Te acuerdas de mi?

Ella de repente echo de menos los ojos de Paul, la conversación de Paco, e incluso la peligrosa in competencia de George hijo. Y ahora, extrañamente tranquila y  eufórica le contestó:

– No, no te he visto nunca.

Él, cortado, confuso, solo supo decirle mientras ella se alejaba:

– Te pareces mucho a una chica que…..

 

Bendita decepción llegada a tiempo, -pensó ella- quitándose el abrigo. Así terminó el cuento que había comenzado a crecer en su cabeza con un final imprevisible. Era indudable que aquel personaje era difícil que creciese para dar entidad a una narración que tan bien había empezado en su imaginación.

Rompió el papel y mirando al techo con las manos encima de las teclas, quiso dar ala a sus dedos reuniendo a los personajes que se le agolpaban, pero entonces se acordó de él. Él nunca le preguntaría tamaña gilipollez, sabía que nunca la había olvidado, ella tampoco, por eso escribía en círculos que no lo abarcaban, pero ahora sintió un pulso de verdad que aun sin saberlo, o sin notarlo, siempre estuvo acompañándola, y ahí sí se sintió segura, arropada. Allí por fin estaba. Se levantó y se fue a la cama, durmió y soñó, a la espera de un nuevo día de invierno de frío ausente.

 

Dulce desábrida calidez

Entonces me dejo mecer en la dulce pero desábrida calidez de la pérdida, no me quejo, no lloro, no pido comprensión, simplemente me arropo y me recupero para caminar en el frío y en el calor como un hombre que camina.