La gente que pasea perritos es muy rara
noviembre 27, 2008 Deja un comentario
Aquella noche llevaba prisa, tenía ganas de llegar a casa, eran más de las once y eso era tarde para mí. Normalmente llego a casa antes de que anochezca. Vivir la noche, como dicen algunos cursis, es un concepto extraño para mi en los último tiempos, incluso llego a dudar de que haya gente por la calle más allá de las diez. De hecho, muchos días antes de las once ya estoy en la cama.
Hacía frío, pasaban ya pocos coches y menos personas por las aceras, sólo se veía a una señora cruzando aprisa un paso de cebra a doscientos metros de mi con un perro blanco atado, y pensé que iba camino del parque cuyos árboles comenzaba a ver a mi derecha. Seguí andando, un portal se abrió y salió un señor alto y serio con un pastor alemán ya viejo, también atado. El hombre se abrochó el abrigo y comenzó a caminar deprisa también hacia el parque. Cuando llegué a los primeros árboles, comencé a oír ladridos, muchos, lo que me hizo pensar que había muchos perros allí. Y efectivamente, decenas de perros de diferentes razas y tamaños corrían, se perseguían, peleaban o simplemente miraban en la gran plazoleta que se abría en el centro del pequeño parque. Un poco más allá, quietos, y de pie, decenas de personas, de todos los tamaños y edades, no se si de razas, parecían hablar, alguna tenían correas de perro en la mano, otras las manos cruzadas por detrás de ellos. No pensé en nada raro, si bien ya de por sí siempre me han parecido raras las personas que sacan a sus perros por la noche para pasearlos y que hagan sus necesidades y después recogerlas aún calientes, y eso si son cívicas, con un plástico o papel; aunque también he pensado que eso les permitía darse una vuelta tras la cena y de paso fumarse un pitillo, o bien escaquearse para no estar con su mujer o con sus hijos, es decir, una corta liberación de la obligada convivencia marital.
El caso es que seguí mi camino después de un vistazo reflejo a la plazoleta, es decir, reconociendo lo que había visto como lo que sabía me iba a encontrar al mirar, sin embargo, apenas un segundo de volver mi vista hacia el frente, comprendí que había algo fuera de lo común en mi visión, y volví a mirar, ahora ya un poco cubierto por los primeros setos que cerraban la plazoleta. Era eso, mientras los treinta o cuarenta perros que, calculo habría en la plaza, corrían y jugaban, los dueños permanecían quietos y todos parecían mirar hacia el centro del círculo que formaban con sus cuerpos. No se movían, era extraño, porque normalmente entre la gente que puede coincidir en un parque con sus perros algunos se conocen pero otros no, y normalmente habla en grupitos, por eso era raro que treinta o cuarenta dueños de perros estuvieran juntos, y menos que no se moviesen como si estuviesen escuchando algo o a alguien.
No había nadie cerca de mi, así que me puse a mirar sin reparos, ellos seguían sin moverse, los perros corriendo y ladrando. No se por qué, en vez de acercarme por la plazoleta a la vista de todos, y sentarme en uno de los bancos o pasar cerca de donde estaban, no me atreví y me metí entre los arbustos y árboles de los jardines que rodeaban el gran espacio exento de la plaza. Tuve, eso sí, que sortear deposiciones de variada procedencia, botellas rotas y bolsas pegajosas. Me acerqué todo lo que pude y descubrí que en el centro del grupo había una extraña luz, y que aunque no veía de donde venía observé que todas las personas estaban iluminadas frontalmente. Había más de cincuenta personas, y no se oía nada, nadie hablaba. Me dio un escalofrío, entre aquella gente descubrí una figura que me sonaba, estaba situada en la capa exterior del círculo, reconocía su postura y el perfil de su cabeza, era Josep, un compañero de trabajo que tenía un perro pequeño y al que a menudo gasto bromas cuando se pone a hablar con Jorge, otro compañero que también tiene un perro para hablar de cómo están sus respectivos, si comen, si está malos, si cagan, en fin. Entonces, más sorpresas, me di cuenta de que Jorge también estaba allí, sin lugar a dudas, su altura le delataba, estaba muy cerca de Josep, la cara levemente iluminada. Él también tenía un perro pequeño y por tanto era posible que estuviese paseándolo, ¿pero allí?, por lo que sabía vivía al menos a 20 kilómetros, muy lejos para pasear al perro a las diez de la noche. Los dos estaban serios y con los brazos caídos, como toda aquella gente. En el grupo nadie miraba hacia fuera del círculo, todos parecían mirar hacia un hipotético centro. No parecían temer nada, -ni tenían por qué, suponía- si bien a esa hora nadie pasaba ya por allí, incluso las farolas estaban apagadas, un detalle en el que no había caído hasta entonces, bien es verdad que las farolas de las calles próximas daban luz suficiente para poder andar por allí sin tropezar o caerse.
Entonces, de repente, se oyó un sonido agudo que podía ser el inicio de una música conocida pero que no lo era, y tras algunos segundos, y sin ningún grito o voz de los allí presentes, todas los congregados elevaron su brazo izquierdo hacia el cielo con el dedo meñique elevado y los otros cuatro dedos de esa mano cerrados Fueron apenas cinco segundos, entonces bajaron el brazo y comenzaron a moverse cada uno buscando su perro. El grupo se desbordó por la plaza cada uno por su lado cruzando las calles adyacentes. En pocos minutos no quedó nadie. Yo salí de mi escondite y volví a mi camino totalmente trastocado. Cuando llegué mi mujer estaba ya durmiendo, yo tardé en hacerlo.
Al otro día, cuando llegue al trabajo, estaba aún anodado por la visión de la noche. A la hora del desayuno, como siempre Josep, Jorge y otra compañera, Mari Luz Filtry, así la nombramos, con apellido y todo, bajamos al bar.
Después de comentar los temas del día, la crisis económica, los piratas del Índico, el tiempo y un programa de televisión raro, o no tan raro, que yo nunca veo, y de comentar que nuestra compañera Bella iba esa mañana explosiva, un día más, pero más incluso que ayer, saqué el tema de sus perros para ver si decían algo de la noche anterior. Como siempre ellos dos comenzaron a contarse el estado de sus respectivos y yo a hacerles broma, y luego, como el que no quiere la cosa, les pregunté si también eran de los que los paseaban después de cenar. Los dos dijeron que sí, Josep dijo que a él le sirve para pasearse después de cenar, y a Jorge para echar un pitillo.
– ¿Pero los lleváis a un parque cada noche?
– Depende -dijeron los dos-.
– Es curioso, es que yo a veces veo a grupo de gente que se junta por
la noche mientras pasean a sus perros. Se debe hasta ligar, -añadí-.
– No creas, yo voy a un parquecito cerca de casa pero solo conozco a la gente de vista.
– Yo –dijo Jorge- suelo ir a una avenida cerca de casa que tiene un gran paseo en medio con
árboles y bancos, pero nunca he ligado, eh.
– No, yo tampoco, y ya me gustaría.
Cuando volvimos de desayunar llamé a Mari Luz Filtry y le conté lo que había visto la noche anterior. Se quedo con la boca abierta.
– Que cosa más rara. ¿Estás seguro que eran ellos?
– Sí, sí, estoy seguro. Si quieres podemos ir esta noche a ver si vuelven.
– Pero que cosa tan rara, ah mira, como si fuésemos espías. Me da un poco de cosa, y además
no sé si podré, luego te lo digo.
Sí pudo. Esa noche, a las diez y media ya estábamos apostados en una calle cercana al parque. Poco a poco comenzaron a pasar con cuentagotas hombres y mujeres con perros atados. A las once, el centro de la plazoleta estaba lleno y a oscuras. Nos acercamos y nos escondimos entre dos arbustos desde donde teníamos una visión perfecta del lugar. No veíamos a nuestros compañeros, pero cuando se juntaron y formaron un círculo como el de la noche anterior, los vimos, ocupaban exactamente el mismo lugar. Mari Luz Filtry estaba con la boca abierta, le dije que la cerrara. Me dio un golpecito en el brazo con la sonrisa en la boca. Pero entre el frío y el misterio los dos estábamos temblando. Al poco rato, oímos la misma música aguda, y entonces levantaron el brazo izquierdo con el dedo meñique rígido señalando al cielo y menos de un minuto después se dispersaron. Justo cuando tenían el brazo levantando les hice una foto con una cámara digital de bolsillo con el flash quitado. No había mucha luz, pero se veía, puse el diafragma más abierto de la cámara y saque cuatro fotos, no pude hacer más porque de repente noté un pastor alemán oliéndome la pierna y con cara de pocos amigos, menos mal que su amo comenzó a llamarlo y se fue corriendo. En pocos minutos, como la noche anterior, la plaza quedo vacía. Nosotros nos fuimos a tomar un café a un bar que encontramos en una calle cercana. Nos costó comenzar a hablar. No sabíamos que habíamos visto ni el por qué de aquella extraña reunión. Tras dar el primer sorbo le dije que tal vez debíamos decirles que les habíamos visto. Éramos compañeros de trabajo pero también habíamos desarrollado con los años una amistad sincera, no en vano allí pasábamos muchas horas juntos y a veces habíamos salido a cenar o de copas. No creía que fueran a matarnos por descubrirles lo que sabíamos. Encendí la cámara para ver las fotos pero estaban negras, como cuando se empleaban carretes y el negativo aparecía en velado. Mala suerte, la verdad es que la cámara no era muy buena, tenía que haberme traído la reflex, -dije-.
Al día siguiente fuimos a desayunar, no sabía como entrarles y decírselo, finalmente Mari Luz Filtry, que tiene más cara que yo, entró en materia.
– Anoche os vimos.
– ¿Que nos viste? ¿dónde?
– Paseando a vuestros perritos.
– ¿Qué dices?
– Pues eso, que os vimos en el parque de la Fraternidad junto a cuarenta o cincuenta
personas más paseando a vuestros perros, bueno, mejor dicho, ellos se paseaban y vosotros
parecía que escuchabais a alguien con mucha atención pues no movíais ni un músculo. ¿Qué
hacíais? Parecía una asamblea de paseantes de perros.
No rieron, no contestaron. De repente, el frío cayó sobre el bar, heló nuestras sonrisas y cara, congeló la mesa, los bocadillos y el café que sorbíamos, todo se tornó de hielo. Los dos se pusieron serios, no indignados, serios como nunca los había visto, como si no existiéramos. Yo comencé a sentirme como sí me hubiesen dado un bofetón y Mari Luz Filtry, de nuevo con la boca abierta, apenas pudo balbucear, ¿qué pasa? Yo también me lo preguntaba, me empezó a doler la tripa. Y pasaba, los dos se levantaron dejando los bocadillos y los cafés. Salieron sin decir absolutamente nada, sin decirse tampoco nada. Cuando volvimos a la oficina no estaban, sus ordenadores estaban encendidos, también sus abrigos sobre las sillas. Tampoco volvieron en el resto de la mañana. Era como si un terremoto nos hubiese desplazado a todos, no sabíamos que hacer, de hecho no podíamos trabajar, llamamos a sus teléfonos móviles y daban comunicando, luego ya no dieron señal. Solo podíamos hacer una cosa, volver aquella noche y buscar una explicación a su reacción, era increíble, era como si los Jorge y Josep que conocíamos hubiesen dejado de ser ellos.
– Joder con los de los perritos, ya creía que eran raros, pero no sospechaba que hasta ese punto
-dije, y nos reímos por fin-.
Esa vez me llevé mi cámara reflex con flash y todo, estaba dispuesto a saber porque se juntaba aquella gente en aquel lugar. A las diez y media ya estábamos dentro del parque y camuflados entre los arbustos. Planté el trípode, coloqué la cámara y el disparador y nos dispusimos a esperar. Esa anoche no hacía tanto frío. De repente vino un perro blanco mirando hacia todos los lados, luego otro, y otro, y así hasta más de cuarenta, solos sin sus amos, corrieron e hicieron sus necesidades como las otras noches, y así estuvieron hasta que en un momento dado se empezaron a dispersar y cada uno por su lado, se fueron. Ninguna persona apareció, ninguna, ni con perro ni sin perro. Nosotros nos quedamos mirando y mirándonos de nuevo sorprendidos por lo que veíamos, Mari Luz Filtry seguí con la boca abierta, y entonces al ver que yo la miraba se rió nerviosa al darse cuenta. Por supuesto ni rastro de Josep o Jorge. Recogí la cámara y salimos a la plazoleta del parque, de repente, una extraña luz azul nos iluminó desde lo alto, no se veía nada que la sujetara ni desde donde, tampoco había farolas ni edificios pegados al parque. Solo un helicóptero podía mantener una luz así por encima de nosotros, pero no oíamos el ruido de las aspas. La luz no cegaba, era incluso acogedora, de repente, sonó la música que habíamos oído las dos noches anteriores y la luz se apagó, se encendieron las farolas. Entonces sonaron nuestros teléfonos móviles a la vez, contestamos y nadie respondió, luego se cortó. Volvimos al bar de la otra noche, extraños, sin hablar, tampoco dijimos palabra tras acariciar y beber despacio un vaso de café con leche muy caliente. Nos despedimos y volvimos a nuestras casas.
Quizás habíamos caído en que habíamos perdido dos amigos y no sabíamos que hacer ni a quien preguntar. Sólo podíamos esperar que nos llamasen, pero sabíamos que no lo iban a hacer. ¿Podía seguir siendo aquello un secreto?
Y entonces fue Mari Luz Filtry la que tuvo una idea, como siempre:
– Compremos un perro cada uno, pequeños, eso sí, y paseémoslos por la noche, tal vez así
podamos averiguar algo.
Me negué, pensar en que eso me obligaría a recoger mierda de perro caliente con un papel o bolsa de plástico. Yo no valía para tener y cuidar un perro.
– Yo quiero encontrarlos –dijo Mari Luz Filtry-.
– Mejor dirás que sobre todo quieres encontrar a uno.
– Bueno, esta bien, encontrarlo, pero de eso no te voy a hablar ahora.
– De acuerdo, te ayudaré a escoger la raza.
– Gracias Juan Luís.