Ejercicios de observación

Anoche la Luna estaba llena, luego, cuatro personas unidas por lazos familiares cenaron juntas y hablaron de las cosas del día que se iba: la Luna seguía fuera sin que pudiéramos verla.

Esta mañana, que como todas me había levantado demasiado pronto, he dado un rodeo por las calles desiertas para llegar a la estación y así no tener que esperar mucho tiempo en el andén la llegada del tren: viajar siempre es gratificante si lo hacemos con tiempo.

En el segundo tren que he abordado esta mañana una señora estaba sentada justo enfrente de mí;  observaba a las personas que salpicábamos el vagón, seguro que a mí también me ha mirado mientras yo escribía: somos siempre unos desconocidos para los demás.

El hombre que se acaba de sentar a mi lado huele a sudor reseco. Si deja de trastear con su teléfono y mira a su lado izquierdo, tal vez pique su curiosidad y acierte a leer estas palabras que se refieren a él; tal vez cuando llegue a casa se duche con dedicación y por fin se cambie la camiseta y el jersey oscuro bajo su anorak de plumas también oscura, pero lo dudo: no nos importan los otros, pero tampoco nosotros mismos.

Estoy llegando de nuevo al trabajo y tengo el mismo interés de siempre cuando acudo a esta dedicación necesaria y obligada que uno ha tenido durante casi toda su vida: ninguno.

El viaje

Antes del viaje un examen de conciencia, una especie de ejercicio respiratorio previo a los 600 kilómetros exactos que hoy haremos. Miro el cielo gris, no llueve; Barcelona queda atrás, veo allá a lo lejos Lérida y Zaragoza, luego lo que llamamos «Petra» y después Alcolea,  por fin Guadalajara y luego la curva del jardín botánico de la universidad, momentos antes de salirme de la autovía y entrar en Alcalá. Semáforos, aceras mojadas secándose; nada es ya como era acá, vestigios de otro tiempo de cuando esta ciudad tenía claves conocidas. El volante es el mando que nos conduce hacia la libertad a precio de gasolina, y por tanto cada vez más caro. Los kilómetros siempre en el mismo lugar, las pendientes y las curvas, los adelantamientos y los camiones. Furgonetas rumanas y franceses despistados, jóvenes aventureros en coches llenos, con mochilas y sacos, matrimonios mayores camino de la casa de toda una vida con bolsas de plástico atadas con nudos, llenas de viandas y trastos. El paisaje a veces hostil, a veces entrañable, a veces decorado, en mi trayecto vital, espacio ideal para el pensamiento mientras los demás duermen. Carreteras hacia ningún lado rompen el vacio de los Monegros; aquel pueblo que parece irse despertando tras ser abandonado; el arco romano allá en lo alto, y enfrente, como una enfermedad incurable, los nuevos molinos de viento que se integran sin remedio al nuevo paisaje del valle de Medinaceli. El viaje, un misterio que viene envuelto en el tiempo: dejarse llevar, empeñarse en mirar buscando la emoción que aprieta nuestro estómago, o nos decepciona hasta devolvernos un gesto agrio; adelantar nuestra vida circulando y volviendo por un atajo adonde estábamos antes de la partida, quizás habiendo aprendido algo, seguro que incorporando nuevos recuerdos que pronto serán añorados por quedar ya en el pasado, sin saber que el futuro sólo puede ser distinto, desde fuera tal vez mejor, desde dentro con margen todavía para nuestra propia juventud, aquella que aún hoy nos aleja del final y nos acerca a nuestra vida.

Para los intérpretes de sueños

Llevo días en los que, en momentos inesperados, me vienen a la mente determinados lugares en los que he estado, no el recuerdo de los momentos en los que allí estuve, si no de los sitios vacíos, como si se me ofreciesen como destinos y me estuviesen esperando para que fuese a ellos. Esta ristra de lugares, este recorrido caprichoso, provoca en mi la excitación de antes de partir a un viaje deseado, un rejuvenecimiento acompañado por una mochila negra. Este repaso involuntario a lugares en los que alguna vez he estado, a tantos lugares que mi memoria se guarda y de vez en cuando enseña, son como anuncios que sirven para entretener mi sedentaria estancia en esta ciudad que se cree todos los halagos que le dedican sus engolados y pretendidos poseedores, instalados justo en la carretera de salida de la ciudad, entre cuyos postes ya se empiezan a ver trozos de campo.

Tres mujeres feas

Tres mujeres feas entran en el vagón del metro junto a mí. Parecen hermanas y mellizas y rondan los 60 años. Tienen cara de enfadarse a menudo, una parece detentar la autoridad entre ellas, pues le echa la bronca a otra de ellas que se ha quedado rezagada mirando a un perro que ladraba en el otro andén. Deben vivir juntas y las supongo  solteras, aunque puede también que no sea así y hayan quedado para ir al cine o a comprar ropa, si bien lo dudo. Llevan el pelo corto y dos de ellas llevan gafas, no dejan de hablar entre ellas.

Pienso en como debían llamar la atención cuando iban las tres juntas de pequeñas, y en como se debía parar la gente a contemplarlas alabando su gracia a sus padres por tener aquellas tres monadas. Tal vez fue así durante mucho tiempo, tal vez después se acostumbraron a estar siempre juntas cuando estaban en el colegio y más tarde en el instituto, tal vez era difícil que nadie se acercase a una de ellas porque las tres juntas suponían una barrera infranqueable y nadie se atrevió a ello. Tal vez se fueron resignando a ser inexpugnables, al fin y al cabo un mundo de tres personas es lo suficientemente grande como para cubrir gran parte de sus necesidades sociales a pesar de las posibles carencias afectivas, si bien éstas siempre serán menores que la soledad.

Oigo sus voces rotas que vienen del otro vagón a pesar de que ahora el metro se ha llenado y no las veo, me apeo y ellas continúan su viaje. Dentro de un rato llegaran a su casa, tres habitaciones, cada una con una cama, con algunos recuerdos de su niñez colgados de las paredes, fotos de sus padres y de su propia juventud en marcos oscuros sobre estanterías blancas, jarroncitos sobre paños de ganchillo, sobre aparadores de madera brillante. Se cambiarán y se pondrán pijamas de colores diferentes, harán la cena  y encenderán la tele hasta que una o todas tengan sueño. Cada una soñará su propio sueño, tal vez quisieran ser otras, o tal vez no, estas tres mujeres que viajan en el metro.

Dachau – Alemania

Dos filas de grandes chopos se inclinan a la vez ante el viento. A ambos lados de ellos se alinean los cimientos de lo que fueron barracones ordenados en cuadrícula con un ancho espacio entre ellos. Caminamos fijándonos en los paneles que informan mediante textos y fotografías de lo que allí había, del horror que uno imagina. De la desesperación de estar allí sin saber al principio por qué, pero por haber nacido con unas determinadas características, por pertenecer a un determinado grupo humano, por oponerse. El horror de que nadie supiese al otro lado tu paradero, del horror de dejar de ver a tu familia, de repente separada al llegar al campo, a tus compañeros y amigos, de no verlos nunca más, del horror de ver el cielo y los árboles más allá de las valla y muros, de ver a niños que juegan ignorantes -o tal vez no tanto- de donde estaban, de saber que no podrás salir, que no hay pena que cumplir.

Sopla el viento en esta mañana gris como este campo de concentración nazi, en este gran descampado cuajado de rectángulos donde se alzaban los barracones donde vivió tanta gente hacinada esperando la muerte, muchos aletargados en la desesperación,  anestesiados por la desesperanza que el tiempo estira indolente, muchos deseando un final, el que fuese. Al cruzar un arroyo caudaloso bordeado por muros y fosos llegamos por fin a una de las entradas a ese final presidida por el engaño, por el eufemismo malvado, y un pavor que se retuerce y se adivina como una niebla sólida y transparente en la habitación de espera, no muy grande, y en la habitación con la palabra ducha sobre la puerta desde cuyo techo, una vez cerrada, se desprendía el gas mortal que pensaban agua los cientos de personas hacinadas y ya desnudas que en turnos esperaban un alivio de limpieza, tal vez algunos más tarde deseando que fuese gas para terminar de una vez. El horror de nuevo más allá, en los hornos donde quemaban tanta carne, donde hacer desaparecer tanto volumen humano para hacer sitio a más carne, y las pruebas de la ignominia de ese comportamiento humano que algunos hoy no quieren creer, como si no se hubiesen producido horrores parecidos desde entonces en el mundo, quizás, es verdad, no tan bien organizados, quizás no tan perfectamente planeados. Y uno imagina y se horroriza una vez más, y mira fuera de los muros para intentar comprender a los de fuera, al pueblo llano: ¿Sabían? ¿Desconocían? ¿Imaginaban? ¿Lo entendían? ¿Sufrían? ¿Temían? ¿Miraban hacia otro lado? Cómo si no se hubiesen repetido masacres, matanzas, encierros, exterminios, silencios culpables, complicidades desde entonces, como si los humanos no fuésemos también esto, el lado oscuro de todo esto. Estos lugares hay que verlos, tal vez para tenerlos presentes, tal vez para que muchos nos propongamos negarnos con nuestra vida a que se repitan. La cobardía es la culpable de todo ello, la cobardía y el lado oscuro del ser humano, la maldad, el orgulloso desdén hacia la complejidad del mundo de aquellos que tiene siempre una solución para todo, cuanto más drástica mejor para arrancar sus problemas de raíz, y para seguir atemorizando y que ese miedo sea su pedestal y su castillo inexpugnable.

Recorro este campo inmenso de Dachau donde los nazis encerraron, maltrataron y asesinaron organizadamente a tantos miles de judíos, gitanos y alemanes opositores o sospechosos de serlo a su régimen, y siento que después del horror tenemos que ser sobre todo valientes, como en cualquier actividad de nuestra vida, pero mientras, recordemos que nosotros mismos estamos manchados por ese lado oscuro, por el que algunos exhiben orgullosos y por el que a veces desconocemos o escondemos para que no nos lo descubran. Ese es el que tenemos que extirpar para siempre de cada uno de nosotros.

Creo que la dignidad del hombre se salva un poco siendo capaz de mostrar al mundo el horror que muchos hombres fueron capaces de concebir y llevar a cabo. Aun teniendo en cuenta los avatares históricos que llevaron a la conservación testimonial de los campos de concentración nazi, Alemania me parece ejemplar hoy por mostrarlos.

Los arrozales, las cometas y el gato que se indigestó

La casa está en medio de una plantación de naranjos y limoneros salpicada de frutos que se pudren en el suelo. En algunos surcos donde no hay árboles hay tomateras cuyos frutos nadie recoge. Es una casa blanca con una gran parra en su entrada, bajo la que hay  un par de mesas de plástico verde. Detrás de la casa una nube lejana deja caer agua sobre la serranía cercana, pero el sol tiñe de tiras rosáceas esta nube y otras más cercanas.

Nada más bajarse del coche los niños corren en busca de sus primos que ya han llegado y se ponen los bañadores mucho antes de haber bajado del coche los escasos bultos que traemos. Hay una pequeña alberca de aguas verdes que para ellos es un caribe cuadrado que gozan entre risas y chapoteos. Da gusto verlos. La vida hay que disfrutarla sin pensarlo, parecen transmitir, en un mensaje que supera nuestros necesarios preparativos y nuestros recelos de adultos ante la novedad, ellos no necesitan saber donde están, simplemente están, observan entonces y se tiran al agua.

A lo lejos se ve la gran extensión verde de los arrozales en una llanura salpicada de pequeñas casas blancas y algunos árboles altos, como contrapunto a la horizontalidad del Delta del Ebro. Ahora una luz anaranjada ilumina la piel mojada de los cuatro niños. También los mosquitos comienzan a hacer su trabajo, ¡qué le vamos a hacer! Estamos en el campo. Nosotros nos ponemos al día de las novedades de nuestras vidas.

Comienzo temprano el nuevo día,  mientras los demás duermen me acerco al pueblo a comprar el periódico y el pan. El frescor de la mañana convive con  la tranquilidad de la plaza mayor, pero hay gente que parece venir de fiesta y algunos ya beben cerveza a las nueve de la mañana en alguna de las terrazas. Yo, con mis diarios y el pan entre los brazos paseo despacio en dirección al coche. Cuando llego ya todos están despiertos, desplegamos entonces sobre la gran mesa verde, bollos, pan, mermelada, frutas, café, leche…

Las carreteras del Delta son estrechas y te obligan a veces a aminorar la marcha y esperar el cruce lento con el coche contrario. Los verdes del arrozal son intensos, lujuriosos diría, el agua que a veces brilla entre las plantas al darles el sol, los canales y acequias indican que estamos en un lugar extrañamente hermoso. Aquí y allá aparecen pequeñas casas rodeadas de una base sólida de cemento o tierra y un árbol grande y a veces frondoso que es la sombra necesaria de cada casa. Parecen santuarios donde aislarse y descansar, islas rodeadas de plantaciones inundadas. Me parecen lugares acogedores en su austeridad. A la luz de la tarde algunos me parecerán mucho más hermosos en su blancura contrastada con el verde.

El Ebro es muy ancho, la barcaza tarda muy poco en cruzarlo cargado de coches y de un camión que carga con un gran tractor de ruedas metálicas para desenvolverse por las plantaciones de arroz. Nos hemos bajado de los coches durante la travesía y los niños han hecho de niños acodados a las barreras y mirando el agua durante la corta travesía. Enseguida corremos por el lado norte del Delta paralelos a un canal y a otra carretera.

La playa de Riumar es una inmensa extensión que por mucha gente que llegue siempre ofrece espacio suficiente para poner las toallas y, por ejemplo, para volar una cometa con dibujos de Toy Story como la que hemos traído. Es la primera vez que vuelo uno de estos artefactos y me hace ilusión el hecho de que nada más montarla se eleve, pues no sabía que fuera tan fácil. Allá va ondeando su largo apéndice azul brillante. He quedado como un buen padre, después los niños se han peleado por volarla ellos. Han sido sus primeras lecciones de termodinámica, y después se han olvidado de ella y han vuelto a bañarse.

La  playa es de arena, lisa y de agua turbia y cálida y en la que tienes que meterte muy adentro para lograr que te cubra. Los niños no han parado ni un momento de entrar y salir del agua, yo sí, con poco me conformo, mejor dicho, con lo suficiente para refrescarme. Nosotros, como vigías oteando el horizonte, los vigilábamos. De vez en cuando salían y entonces cavaban en la arena. Al salir del agua me tumbo y dejo al sol hacer su trabajo. Esa sensación es la que más me gusta. Cierro los ojos y todo lo que me preocupa parece lejano, fácil de resolver, como si nuestro cerebro estuviera directamente conectado con nuestra piel. Son sensaciones primigenias que te devuelven algo que normalmente se olvida y que anida en la piel que nos envuelve. Sabemos que dura poco, pero de estos momentos extraemos la fortaleza necesaria para renovarnos. En eso estamos.

Hacemos tiempo para acudir al restaurante cercano. Después de la playa este es el lugar perfecto. Es un lugar grande y desahogado. En la gran mesa redonda nos repartimos la paella y la fideua. El arroz estaba buenísimo, y la gente que nos ha atendido transmite una calma amable e isleña que nos hace sentir bien a pesar de los platos rotos. La comida me ha sentado muy bien debía tener hambre. Fuera, la fuerte corriente del río fluye excitada por la proximidad del mar cercano, arrastra también nuestras miradas. La vida son estas celebraciones que todos nos merecemos en algún momento.

El cielo de la Barra del Trabucador es un revuelo de extrañas aves de plásticos de colores. El viento atrae a mucha gente que se deja llevar por unas grandes cometas que les hace dar saltos acrobáticos en el aire y deslizarse por la superficie del agua, es el kitesurf. Una pista de arena prensada recorre la Barra en toda su longitud y deja a un lado la bahía de los Alfacs, en cuyas aguas poco profundas y calmadas se desenvuelven las extrañas aves y sus pilotos en la tierra. Al otro lado, el mar abierto parece ajeno a este trajín mientras algunas personas sentadas aquí y allá, de espaldas a los surferos, miran poseídos el vaivén de las olas. Es un lugar que no parece acabarse de lo largo que es, pero hoy está lleno de los coches de los surferos y de sus familias y amigos que parecen acampar para dar rienda suelta a su afición. Uno trata de imaginarse este lugar  vacío y batido por el agua y el viento.

La pista termina en una puerta de maderas que dan entrada a una reserva natural y a unas salinas. El agua brilla en la tarde. Todos se van a pasear a la playa mientras yo me quedo con mi hijo, que duerme, en el coche. Aprovecho para hace fotos por los alrededores del coche. Comienza a hacer fresquito con este viento suave pero continuo, luego el sol, que parecía mitigado por las nubes, recobra fuerzas. Volvemos a casa entre coches y cometas corriendo por la arena.

El cielo es todo un espectáculo en esta hora ya tardía de los días largo de julio. Es rosa, anaranjado y blanco. Preparamos una barbacoa después de ducharnos, los niños, claro, se vuelven a bañar en la alberca de aguas verdes. De nuevo el jolgorio y el chapoteo: la felicidad aquí en la tierra. Cenamos en la casa después de preparar una barbacoa. No tengo hambre, pero todo es empezar, y empiezo. Aparece un gato blanco famélico y lleno de heridas que viene a pedirnos alimento y lo obtiene, ¡vaya que si lo obtiene!. A la mañana siguiente mi hijo viene viene corriendo por el camino gritando:

-¡El gato está muerto! ¡El gato está muerto!

Efectivamente, está tieso. Nos sentimos un poco culpables, pues tal vez se le ha indigestado tanta carne, después pensamos que, al menos, la noche anterior cenó opíparamente. Los niños lo miran, y yo me lo llevo en un recogedor. Lo semientierro en un surco de tierra pero me olvido de decir unas palabras, aunque será recordado durante todo el día. Aquí paz y anoche gato.

En la mañana, paseamos entre los naranjos mientras las cigarras cantan y el sol aprieta sobre nuestra piel ya rojiza del día anterior, y duele. Los tomates están calientes en la mata y recogemos unos cuantos para la ensalada en los cuencos que los niños han hecho con sus camisetas. Hace mucho calor y nos damos un baño en la alberca de aguas verdes.

 -¡Otra vez más papa! Voy y vuelvo ¿vale?

-Vale.

-¡Una vez más me mira!- Camelándome con la mirada y levantado un dedo, y lo consigue, claro.

-Venga- Y luego va y viene dos veces más.

Mientras dentro de la casa todos recogen, yo me quedo solo un rato y miro alrededor. Los pensamientos ajenos a este lugar vienen a mi mediante extraños mensajeros sin que exista un aparente contubernio. Son plácidos y se mezclan con los deseos, …la piel caliente por el sol del mediodía…

Después de comer regresamos a Barcelona, la carretera se va llenando de coches a medida que nos acercamos. El Delta desaparece de nuestra vista, allá se queda, tal vez esperándonos.

A tí rendido

El agua infinita

del perpetuo río

me arrastra en el día 

me remansa en la noche.

Yo soy  naturaleza

en cada amanecer impredecible

acoplado a mi fragilidad respetuosa,

a mis absurdas obsesiones.

Puedo decir ahora

que he aprendido

agarrado a esta rama

que amenaza con partirse.

Soy otro hombre

que ruega a la gran fuerza,

en su derroche,

que me salve.

Sólo soy un hombre,

sin remedio

ahora a ti rendido.

(Este poema fue encontrado en un viejo cuaderno de hojas pegadas y resecas dentro de una pequeña caja metálica milagrosamente conservada que apareció junto a los restos de un hombre enterrado a cincuenta metros del río Yukon en Canadá, en una pequeña colina  poblada de arces. La fecha que aparece debajo parece decir 29 de septiembre de 1831)

El viaje

Esta mañana tras el café de media mañana, después de viajar alrededor de nosotros mismos hablando de nuestras propias vidas en un movimiento de rotación, también realizábamos un movimiento de traslación alrededor de este lugar donde ahora estamos para volver a encontrarnos con los cuerpos siderales que nos acompañan en el día a día y a los que volvemos gustosos casi tentando sus pieles, admirándolas, pero volviendo a partir como condenados a un eterno vagabundeo mientras nos volvemos a mirarlas alejarse.

 Durante el trayecto hablábamos de otros viajes, de aquellos que requieren irremediablemente el abandono de la costumbre que nos ata un día y otro día. Nos preguntábamos sobre el porqué de ese impulso que nos sobreviene a veces por salir a la incierta aventura de adentrarse y recorrer paisajes extraños, a menudos hostiles. Los motivos para el viaje pueden ser variados, a menudo es la necesidad de huir de lo archiconocido, hartos del encierro rutinario, a veces es debido a una chispa que nos ilumina el futuro camino y al final un objetivo, a veces no existe una meta y es solo un trayecto guiado por la intuición o el gusto, de duración incierta. El viaje es eso, es partir, ir, llegar, estar, pensar, mirar, deglutir, comprender, ignorar, y notar y vivir lo que registramos, incluidos los malos ratos, el sueño, el peligro, la lluvia, la incomprensión, la nada fría mientras anochece sin ningún lugar a la vista para guarecernos, pero también y, sobre todo, la alegría de amanecer en un lugar que no pudimos ver en la noche que se nos muestra hermoso y húmedo, pero también la noche y sus sonidos, la sonrisa de la gente que nos mira curiosa, las palabras amables que nos acogen, las que nos preguntan, los niños y sus juegos, los oficios, los mercados, las calles tan distintas o tan parecidas, los cielos, siempre los cielos que nos cubren con sus nubes, con sus estrellas. Tal vez un beso, tal vez un beso soñado de alguien lejano, tal vez la imposibilidad de transmitir lo que en esos momentos sentimos en la noche con nuestros ojos cerrados y en si todavía seguimos existiendo en el lejano lugar para nosotros ahora inexistente. Y la soledad, la soledad cierta y eterna que somos nosotros, los que nos enfrentamos a todo, en el viaje, en la propia vida. Porque un viaje es sobre todo salir de tu lugar habitual para ir más allá, siendo un allá ya conocido o completamente ignoto. Podemos utilizar variados medios de transporte, y sobre todo caminar. Podemos caminar despreciando posibles peligros, o podemos ir utilizando las vías más transitadas para evitar sobresaltos. Podemos ir a un lugar donde nos esperan o a un lugar donde pueden preguntarse el porqué de nuestra llegada, lo que en sí puede augurar un desenlace problemático a nuestro desplazamiento.

Podemos ir en grupo, con tres amigos, con uno o con una novia, y seguiremos estando de viaje, pero creo que no hay un viaje más sincero en el sentido de lo que el viaje tiene de cambio personal que el que podamos realizar en solitario. Es entonces cuando nos enfrentamos a nosotros mismos, cuando podemos llegar a saberr nuestro comportamiento en libertad, sin que nadie sea testigo ni cuide de nuestros actos, pues es entonces cuando de verdad sabemos lo que ansiamos, lo que añoramos, lo que valemos.

 Luego nos podemos enfrentar al desierto, al hielo perpetuo, a las montañas, a los plácidos caminos, y esperar el reposo, y digerir lo visto y lo vivido, y al día siguiente seguir caminando en nuestro viaje, aunque siempre volvamos.

Ante las vacaciones

Ante las vacaciones todos nos pertrechamos, estrenamos vigor, creemos emprender un viaje sin retorno aun sabiendo la falsedades que se esconden tras los grillos diletantes y el sol cegador del mediodía, pues al final siempre se nubla y los grillos se acuestan con la mañana, pero nosotros, ahítos de esperanzas infundadas nos ponemos nuestras bermudas abolsilladas cual fusil en un viaje de exploración por el África Oriental a mediados del siglo XIX, y allá vamos, frustrados ante la primera parada del atasco que nos lleva a todos fuera de la ciudad. Pero sabemos que más allá, por encima de las miles de capotas brillantes de los coches y los cristales ahumados de los mil autobuses enfilados está el paraíso, incluso vemos el ramaje grueso de un arboleda, ¡ay, de un verde desvaído!. No lloramos, sería desolador para nuestro ánimo emprendedor reconocer tal error repetitivo también de este año, la ratonera de la que al final escaparemos para volver, y seguimos, ponemos música, vamos a por nuevos recuerdos, vamos a pasarlo bien, vamos a hacer nuevas fotos de los nuevos paisajes, vamos, vamos, ¡todavía no paramos niños!, ¡esperad un poco!, ¡y pensar que ahora hay gente trabajando mientras yo conduzco dueño del mundo!. Benditas vacaciones, quiero volver ya, pero ahora irme de nuevo, con un nuevo cuerpo, un nuevo cuaderno, ahora ya sin prisa, vagabundo incrédulo ya de todo, por fin libre, ahora ya en la más absoluta de las miserias, ésta sí, auténticamente infeliz, pero ya no me exijan nada.